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En la arquitectura —y en casi cualquier entorno creativo— hay una pulsión casi instintiva por buscar respuestas. Como humanos, ansiamos soluciones, nos aferramos a las certezas y perseguimos definiciones. Sin embargo, muchas veces lo que realmente necesitamos no es una respuesta más, sino una mejor pregunta. Vengo del mundo del periodismo y siempre interactúo con su lógica. En una redacción o en las páginas de un diario no gana el que da las mejores respuestas, sino el que se anima a hacer las mejores preguntas. 


Las preguntas son una herramienta infravalorada en el arsenal comunicacional de cualquier profesional. No sólo nos permiten obtener información, sino que definen el tipo de conversación que vamos a tener. Marcan el tono, la dirección, la profundidad. Una pregunta bien hecha puede abrir puertas, generar confianza, invitar a la reflexión o incluso desactivar una situación tensa. Una mala, en cambio, puede cerrar el diálogo, incomodar o llevar el intercambio a un callejón sin salida. 


Cuando hablo de preguntas poderosas, no me refiero a cuestionamientos complicados ni rebuscados. Todo lo contrario. Estoy hablando de preguntas simples pero cargadas de sentido, esas que invitan al otro a pensar, a abrirse, a colaborar. En un encuentro con un cliente, por ejemplo, en vez de preguntar “¿Le gusta este diseño?”, podríamos decir: “¿Qué siente cuando lo ve?” o “¿Qué experiencia le gustaría que tuviera la persona que entre por esta puerta?”. En una reunión de equipo, en vez de decir “¿Quién tiene una idea?”, podríamos plantear “¿Qué no se nos ocurrió, pero parece demasiado loco?”. 


Este tipo de preguntas tienen tres efectos inmediatos: 


1. Profundizan: no se quedan en la superficie, invitan a explorar. 


2. Involucran: hacen sentir al otro parte del proceso, no solo un receptor. 


3. Revelan: sacan a la luz ideas, temores o deseos que quizás no aparecerían de otro modo. 


Ahora bien, ¿por qué no incorporamos más este tipo de preguntas? Porque muchas veces llegamos a las reuniones manejando decenas de escenarios alternativos, con la cabeza repleta de respuestas anticipadas. Y sí, eso tiene su ventaja: ahorra tiempo, evita silencios incómodos, contrarresta la vergüenza. Pero cuando sólo hablamos, nos perdemos la chance de descubrir lo que el otro realmente necesita, siente o espera. Preguntar, en el fondo, es un acto de humildad: implica admitir que no lo sabemos todo. Y, al mismo tiempo, es un acto de poder, el poder de guiar con inteligencia emocional. 


Otro aspecto clave es cómo preguntamos. La comunicación no verbal juega un rol fundamental: el tono, la mirada, la pausa antes y después de preguntar, la expresión que acompaña. Una misma pregunta puede ser un misil o una invitación, según cómo se la formule. “¿Por qué hiciste eso así?” puede sonar acusadora. Pero si cambiamos el tono y, con curiosidad genuina, decimos: “Contame porqué agarraste por ahí”, la experiencia del otro cambia por completo. 


En contextos creativos, donde las ideas están en juego y la sensibilidad de cada uno cuenta, las preguntas – y las formas en las que las formulamos – pueden ser decisivas. Una pregunta mal planteada puede matar la inspiración mientras una bien hecha puede hacer que surja una solución brillante. 


La próxima vez que nos encontremos en una reunión —ya sea con un cliente, un colega o un colaborador— intenta un ejercicio simple: en vez de entrar pensando en lo que vamos a decir, pensemos en lo que queremos preguntar. Juguemos a ser periodistas. Mejor aún: ensayemos escribir tres preguntas antes de la reunión. Tres preguntas que no sean obvias. Tres preguntas que te ayuden a descubrir algo nuevo, que inviten a imaginar. 


Porque, en definitiva, quien domina el arte de preguntar no sólo mejora sus conversaciones: mejora sus resultados. 


Lecturas recomendadas: 


  • Habla Como Un Líder: El Manual Completo para el Mundo digital y el Presencial. Daniel Ríos.  
  • Verdad y Mentiras: Lo que la gente realmente está pensando. Mark Bowden.