Más allá de la ciudad “smart”: diseñar con criterio humano en la era del Big Data  - Featured image Más allá de la ciudad “smart”: diseñar con criterio humano en la era del Big Data  - Featured image

El big data se ha convertido en un recurso central para la arquitectura y las ciudades. Sin embargo, cuando la información carece de estructura, se transforma en un smog de datos que enturbia la toma de decisiones. Dotar a los datos de una arquitectura propia resulta esencial para que el juicio humano y la inteligencia espacial continúen orientando el proceso de diseño. 


Tiempo de lectura: 5 minutos


Nunca arquitectos y urbanistas dispusieron de tanta información sobre la ciudad y sus edificios. Trazas de movilidad, sensores ambientales, medidores inteligentes, registros de ocupación, geolocalización en redes sociales y modelos BIM detallados alimentan un flujo constante de datos que, en teoría, permitiría desarrollar proyectos más precisos, eficientes y sensibles. 


No obstante, cuando esa información se recopila sin un propósito, una jerarquía ni un marco interpretativo claros, deja de orientar las decisiones y se convierte en smog de datos: una sobrecarga que desborda la capacidad de filtrar, priorizar y actuar. 


En la práctica, los equipos de proyecto acumulan encuestas, simulaciones energéticas, tableros digitales, analíticas de uso y estudios comparativos; cada actor aporta su propio conjunto de datos y su propia plataforma. Lejos de afinar el proyecto, esta superposición tiende a diluirlo: las intenciones se vuelven difusas y las preguntas espaciales esenciales —dónde abrir, dónde cerrar, cómo organizar la vida en el tiempo— quedan relegadas frente a una lista creciente de métricas. 


El problema no son los datos en sí, sino la ausencia de una estructura subyacente: sin arquitectura, la información termina siendo ruido. 


La arquitectura de los datos 


Del mismo modo que un edificio requiere estructura, circulación y claridad programática, la información necesita una disposición que le permita apoyar el diseño en lugar de desbordarlo. 


Esa arquitectura de los datos puede sintetizarse en tres operaciones: 


  • Posicionar las preguntas 

El punto de partida no es “¿qué datos tenemos?”, sino “¿qué necesitamos comprender para tomar mejores decisiones en este proyecto?”. 


  • Seleccionar y agrupar la información 

Una vez definidas las preguntas, solo un subconjunto de los datos disponibles resulta realmente relevante. Esa información puede organizarse en familias coherentes —desempeño ambiental, patrones de uso, accesibilidad, costo, impacto social— en lugar de tratarse como cientos de indicadores aislados. Esto reduce el ruido y permite identificar relaciones entre variables, de forma análoga a cómo se articulan los recintos en torno a una espina de circulación clara. 


  • Traducir datos en criterios 

Los datos se vuelven operativos cuando se traducen en criterios y umbrales de diseño explícitos. Estos criterios no emergen automáticamente de los números; requieren negociación, juicio y decisiones de valor. 


Con esta arquitectura en su lugar, los datos dejan de ser un volumen inerte de información y pasan a constituir un marco que aporta un esqueleto de evidencias sobre el cual puede operar la imaginación espacial. 


El potencial de los datos se vuelve especialmente visible cuando se los enmarca con preguntas y criterios claros: así dejan de ser un insumo genérico para convertirse en una herramienta que orienta decisiones concretas. A escala urbana, los registros de movilidad y ubicación permiten entender cómo se usan efectivamente calles, parques y sistemas de transporte. El análisis de flujos peatonales y ciclistas ayuda a decidir dónde ensanchar veredas, incorporar ciclovías o localizar nuevos espacios públicos allí donde ya se producen encuentros informales, reforzando energías sociales preexistentes. Modelos digitales del tipo gemelo digital integran capas geoespaciales, ambientales e infraestructurales para simular cómo nuevos edificios afectan viento, sombra o tráfico antes de construirse, ofreciendo un soporte objetivo para el trazado de volúmenes y vacíos. 


A escala de edificio, redes de sensores y medidores inteligentes registran temperatura, CO₂, ocupación y consumo de energía, mientras que los gemelos digitales sincronizados en tiempo real permiten monitorear el desempeño y anticipar ajustes. En una oficina, por ejemplo, la correlación entre datos de confort y comentarios de usuarios puede revelar franjas horarias y orientaciones críticas, guiando decisiones puntuales sobre dispositivos de sombreo, configuración de acristalamientos o estrategias de ventilación. En todos los casos, más que acumular información, lo decisivo es formular unas pocas preguntas esenciales —qué tipo de uso se busca, para quién, en qué condiciones— y seleccionar solo los datos que contribuyen a responderlas, de modo que el proyecto gane precisión sin perder claridad. 


El retail como precursor 


Mucho antes de que se generalizara el discurso sobre los “edificios inteligentes”, los entornos de comercio minorista (retail) ya funcionaban como laboratorios intensivos en datos. Supermercados, centros comerciales y cadenas de moda llevan décadas experimentando con la arquitectura de los datos, empleando información para modelar disposiciones espaciales, circuitos de circulación y atmósferas. 


Lo distintivo del retail no es solo la cantidad de datos disponibles, sino la claridad de sus preguntas. El tablero típico de una tienda se organiza en torno a unas pocas métricas clave: afluencia, tiempo de permanencia, tasa de conversión, valor del ticket promedio. Esto ya configura una arquitectura básica de datos: un conjunto acotado de indicadores directamente vinculados a decisiones espaciales. 


Algunas dinámicas concretas lo ilustran:


  • Mapas de calor y disposición de góndolas 

Muchos supermercados registran cómo se desplazan los clientes por la tienda y cuánto tiempo se detienen frente a cada estante. Los mapas de calor revelan zonas “frías”, con baja actividad, y corredores “calientes”, donde los flujos son intensos. Esta información incide en el plano: los productos con mayor margen se desplazan hacia áreas de alta visibilidad, los bucles de circulación se ajustan para propiciar encuentros con determinadas categorías, y el ancho de los pasillos se modula según la velocidad de recorrido deseada. El dibujo de la planta es, en buena medida, una respuesta a preguntas formuladas por los datos. 


  • Locales ancla y circulación en el centro comercial 

En los centros comerciales, las analíticas de afluencia muestran con qué frecuencia llegan los visitantes a determinados puntos, cuánto tiempo permanecen y qué secuencia de locales recorren. A partir de esta información antecedente se ubican los locales ancla —supermercados, cines, tiendas por departamentos— en posiciones estratégicas para atraer flujos a través del edificio. Los espacios de transición, las escaleras mecánicas y los vacíos se calibran para sostener ese movimiento. La figura espacial resultante emerge, en parte, de patrones de comportamiento: la arquitectura del centro comercial es también arquitectura de datos. 


  • Tiendas de conveniencia sin cajas 

En formatos de tienda sin cajas, cada movimiento del comprador y cada producto tomado de una góndola se registran mediante cámaras y sensores. El edificio se convierte en un dispositivo de sensado a gran escala. Las decisiones de disposición —número de pasillos, alturas, solapamiento entre categorías— se validan o ajustan a partir de miles de microinteracciones. La tienda se “redibuja” continuamente en respuesta a un flujo de información. 


Lo que posiciona al retail como precursor no es solo su capacidad técnica para recolectar datos, sino la disciplina con la que los estructura. El sector ha aprendido a resistir la tentación de la métrica infinita y a mantener, en cambio, un conjunto compacto de preguntas que vinculan datos con acción: ¿entran personas?, ¿encuentran lo que buscan?, ¿permanecen el tiempo suficiente?, ¿compran? 


Esa disciplina ofrece al menos dos lecciones para la arquitectura en general: 


  • Vincular los datos a un número acotado de preguntas decisivas 

Así como una tienda no necesita decenas de indicadores para decidir dónde ubicar su entrada, un edificio cultural no requiere un repertorio interminable de variables para determinar dónde abrir su foyer principal. La clave es identificar las pocas métricas que se relacionan de forma directa con la experiencia y el desempeño buscados. 


  • Garantizar que el cambio espacial siga siendo posible y legible 

En el retail, la modularidad de góndolas, tabiques desmontables e iluminación flexible facilita la adaptación del layout a nuevas evidencias. En otros tipos edilicios —oficinas, hospitales, campus— el equivalente sería un lenguaje tectónico que permita la reconfiguración sin borrar la identidad del lugar. De este modo, los datos pueden informar una arquitectura viva, más que una optimización puntual y rígida. 


Al mismo tiempo, el ejemplo del retail recuerda que una lógica estrictamente orientada al rendimiento puede desplazar otros valores: confort, condiciones laborales, carácter local, etc. A medida que herramientas similares migran a la vivienda, el espacio público o los ámbitos de trabajo, la pregunta se vuelve más precisa: ¿qué métricas se optimizan y quién define su relevancia? 


Aprender del retail implica adoptar su claridad a la hora de estructurar información, pero evitar sus tendencias más reductivas. El objetivo debe ser utilizar los datos con la misma inteligencia operativa al servicio de formas de vida más diversas y equitativas. 


Arquitectura conducida por las personas, informada por los datos

Incluso con una arquitectura de datos cuidadosamente diseñada, los números siguen siendo parciales. Describen frecuencias, correlaciones y desempeños, pero no portan significado por sí mismos. No pueden responder, en soledad, preguntas como: ¿este espacio dignifica a sus usuarios?, ¿contribuye a una ciudad más resiliente?, ¿es capaz este edificio de alojar futuras formas de vivir y trabajar? 


Para ello, la arquitectura debe seguir siendo fundamentalmente conducida por las personas. El sentido común, la experiencia corporal, la conversación con los usuarios, la intuición profesional y la sensibilidad al contexto resultan insustituibles. Funcionan como la estructura primaria dentro de la cual se interpretan los datos, análoga a un esqueleto portante que sostiene y ordena una envolvente compleja. 


Esto tiene varias implicancias: 


  • Resistir el reduccionismo 

No todo lo que importa puede medirse, y no todo lo que se mide resulta relevante. Reconocerlo evita que los proyectos queden gobernados exclusivamente por la optimización de métricas como superficie rentable, afluencia o kilovatios-hora, en detrimento de las dimensiones sociales y culturales. 


  • Cuestionar los sesgos de los datos 

Muchos conjuntos de datos son incompletos o están sesgados. Las aplicaciones de movilidad sobre-representan a determinados grupos; los modelos energéticos se apoyan en perfiles de usuario estandarizados que rara vez coinciden con los hábitos locales; los datos históricos reflejan a menudo desigualdades previas. Sin interpretación crítica, los datos corren el riesgo de reforzar asimetrías en lugar de corregirlas. 


  • Proteger la privacidad y la agencia 

En edificios y ciudades “inteligentes” se recopilan continuamente datos sobre movimientos, preferencias y rutinas. Las cuestiones éticas vinculadas al consentimiento, el anonimato y la propiedad de esa información no pueden delegarse por completo en los proveedores tecnológicos; son también cuestiones de diseño, porque afectan la manera en que las personas se relacionan con los espacios y entre sí. 


En última instancia, el objetivo no es construir una arquitectura data-driven en el sentido de espacios que siguen de forma mecánica la lógica de las métricas, sino una arquitectura conducida por las personas e informada por los datos: proyectos en los que la información se estructura con rigor y se subordina a una intención espacial y social clara. 

En ese escenario, el big data se convierte en lo que siempre debió ser: un aliado valioso. Ayuda a revelar patrones invisibles, a contrastar supuestos y a adaptar edificios en el tiempo. Pero no sustituye la responsabilidad de decidir qué tipo de ciudad y qué tipo de vida debe posibilitar la arquitectura. Esa responsabilidad sigue siendo, y debe seguir siendo, fundamentalmente humana.  


De ciudades inteligentes a ciudades sensibles 

El debate actual en torno a las “ciudades inteligentes” muestra con claridad cómo las lógicas basadas en datos pueden alejarse de este núcleo humano. Durante la última década, numerosas agendas urbanas se han estructurado alrededor de redes de sensores, algoritmos y sistemas automatizados diseñados para optimizar tráfico, energía y servicios. Las ciudades se describen cada vez más como plataformas que pueden ser monitorizadas y gestionadas en tiempo real. 


Esta visión ha producido mejoras relevantes en términos de eficiencia, pero también entraña un riesgo: reducir la ciudad a un sistema técnico, en lugar de comprenderla como un entorno vivido, emocional y atmosférico. Una calle donde la luz, el ruido y los flujos están perfectamente regulados puede resultar, aun así, estéril; una plaza sometida a monitoreo constante puede desalentar usos informales y encuentros espontáneos. Una ciudad puede ser “inteligente” en términos de datos y seguir siendo insensible a la experiencia cotidiana de sus habitantes. 


Frente a ello, distintos autores y prácticas de diseño urbano han comenzado a hablar de ciudades sensibles como horizonte alternativo. En lugar de concentrarse exclusivamente en el cálculo, esta perspectiva enfatiza la percepción: la capacidad de los espacios urbanos para registrar clima, estados de ánimo y ritmos ecológicos, y responder con cuidado antes que con pura optimización. Una ciudad sensible no mide únicamente flujos y consumos; también atiende a gradientes de luz y sombra, a la distribución del calor y la contaminación, a la presencia de especies no humanas y a la textura emocional de la vida pública. 


Desde esta mirada, la cuestión no es abandonar los datos, sino reorientarlos. Sensores ambientales, monitores de contaminación y recuentos de biodiversidad pueden convertirse en herramientas para diseñar microclimas más atentos: pavimentos que absorben agua y reducen el calor, umbráculos acústicos que filtran el sonido, vegetación que alberga insectos y aves mientras proporciona sombra. La métrica se desplaza de la pura eficiencia al cuidado: hasta qué punto los espacios sostienen la convivencia entre especies, protegen a los grupos más vulnerables frente a condiciones extremas y habilitan una gama más amplia de sensaciones. 


Reintroducir estas ideas en la práctica arquitectónica plantea una pregunta sencilla pero exigente: ¿nuestras estrategias de datos amplifican la percepción o exacerban el control? Una arquitectura humana, informada por datos, utiliza la información no solo para ajustar sistemas, sino para cultivar esa sensibilidad ampliada. En este sentido, el paso de ciudades inteligentes a ciudades sensibles no implica rechazar la tecnología, sino reordenar prioridades. Los datos siguen presentes, pero se ponen al servicio de la empatía, la atmósfera y la conciencia ecológica. El indicador último de éxito ya no es cuánto podemos medir, sino hasta qué punto somos capaces de escuchar.